martes, 29 de mayo de 2012

El niño que pide agua.


A veces uno tiene la impresión de que el tiempo se detiene, que todo lo que acontece transcurre como en un sueño, se desliza despacio como una piedra saltando en el agua de un estanque. 
En aquel momento aquello estaba ocurriendo, y maldita la gracia que me estaba haciendo, el sudor que empapaba la camiseta se había enfriado, además sentía un halo incomodo, tan hiriente sobre la nuca, que me hizo estremecer.
Maldita la idea de Rober que nos había llevado a aquella siniestra excursión.

Era un día como otro cualquiera de julio, uno de esos días interminables cuando se es un muchacho y se tiene todo el tiempo del mundo. Una excusa para perderse en otra de nuestras despreocupadas aventuras. El Ungría no era el Mississippi, eso estaba claro, pero aquel entorno satisfaría las ansias de cualquier Tom Sawyer de turno. Normalmente no había siesta, y sí la etapa del tour de Francia no interesaba, solíamos quedar en la fuente La Canaleja intentando escapar del soporífero calor de la tarde. Desde aquel lugar, nuestra base de operaciones, nuestros cerebros buscaban en que matar el tiempo. Cercana siempre quedaba la cancha del frontón, el multiusos, donde tirar unas canastas o correr como locos en el clásico partidillo de fútbol.
Por otro lado, la monotonía, sí es que se puede llamar así, digamos más bien rutina. Pues eso, aquella maravillosa rutina, quedaba de vez en cuando desplazada en ciertas fechas marcadas en el calendario, en el que dejábamos Caspueñas montados sobre nuestras bicis y poníamos rumbo a los pueblos cercanos.
Esa tarde de verano, con el sol aferrándose sobre nuestros cuerpos, dejamos a un lado el pueblo de Valdesaz, sufrimos la cuesta de Fuentes y nos dejamos llevar por la carreterucha hasta el cruce.
El cartel indicador como único testigo de nuestra ruta, cinco chicos, sobre sus polvorientas bicis, sudando y gritando como locos. En una dirección Brihuega, al lado opuesto Torija, y delante adentrándose entre un bosquecillo de matorral bajo, un camino.
Pedaleamos unos cinco minutos por aquel sendero bordeado de maleza y de solitarios árboles hasta que llegamos a nuestro destino.
Tiramos las bicis sobre la hierba seca, y por un momento el silencio, quedó roto por nuestras risas y bromas. Allí en la nada más absoluta, donde no llegaba el rumor de los motores de la carretera, se mantenía en pie a duras penas una pequeña casa.
No había cercado, ni vayado que impidiese que nos acercáramos, y así sin haber sido previamente invitados, invadimos con sonrisa burlona los dominios del niño que pide agua.

La vivienda había tenido una estructura cuadrada, ahora presentaba el aspecto de una tarta de chocolate aplastada por el tiempo, las ventanas de sus costados perdieron hacía mucho los cristales, y la naturaleza había sido implacable con el techado que se había venido abajo en lo que pudo ser la cocina.
Entramos empujándonos, mostrando una confianza que no teníamos en aquellos instantes, mirábamos inquietos a uno y otro lado, hacía el amasijo de porquerías amontonadas por doquier, a las montañas de escombros que alfombraban el suelo, a las pintadas que anunciaban a anteriores visitantes.
Joder, el silencio, el silencio era lo que más pesaba en ese lugar. Las risas se habían perdido según nos íbamos adentrando, ahora apenas se escuchaba el murmullo de los que iban cerrando la fila.
- Vámonos macho, no hay nada que ver aquí.
Pero nadie dijo nada, seguimos andando hacia el interior, entre el rechinar de los cascotes y sorteando las telarañas del tiempo.
El viento se colaba por cada rincón, silbaba una melodía extraña, que agobiaba tanto como el calor que lo impregnaba todo. Me limpié el sudor de la frente y noté como una insolente gota resbalaba hacia la punta de la nariz.
- Aquí huele a mierda, vámonos tíos.
- ¡Calla!. Dije nervioso.
Pero era cierto, olía a podrido, era como si hubieran dejado abierta la tapa de una alcantarilla, y al fondo se escuchó más claramente el afanoso zumbido de un nutrido grupo de moscas.
Moscones negros y verdes salieron de entre las sombras, dándonos la bienvenida, a manotazos nos los quitamos de encima, mientras con la mano libre nos cubríamos la nariz con el cuello de la camiseta.
Mensajeros de la muerte, allí sobre la porquería del suelo, en una de las habitaciones donde el techo había cedido, alumbrado en un rincón por jirones del sol, yacía un bulto ennegrecido.
El corazón sobresaltado , faltaba el aire, y el tiempo se ralentizó. No sabía a quien me estaba agarrando, ni quien era el que agarraba mi brazo. Allí estábamos, sin decidirnos a escapar hacia la puerta y mirando fijamente los restos de aquel perro moteado.
- Joder ya está el de siempre, no hagas eso, joder. Dijo alguien a mi espalda.
El aludido no se dio por enterado y siguió hundiendo el palito en los lomos del cadáver, sonrió idiotamente.
No se sí aquella visión, fue el detonante, me estaba mareando por el calor y el olor que se filtraba a través del algodón de mi camiseta. Una y otra vez oía repetidas las palabras de Rober del día anterior, resonaban en mi interior como una advertencia, no teníamos que estar allí.
- Iremos a la casa del niño que pide agua. 
- ¿Y eso donde está?.
- Está cerca de Fuentes, yo conozco el camino. Veremos sí sois capaces de quedaros allí un rato. La casa está embrujada.
- Tonterías.
- Gilipolleces.
- Mola mazo.
- Iremos entonces.
- Mañana a las cuatro y media, con la fresca.
- Muy gracioso.
- ¿Y ese niño muerto, de que va eso?.
- ¿Por qué pide agua?.
- Murió hace muchos años y su alma se quedó allí atrapada, acecha en la casa y pide agua por qué tiene sed.
- No lo entiendo.
- Yo tampoco.
- Estáis muy tontos.
- Je,je.
- Yo escuché que le castigaron en su habitación, le encerraron y tiraron la llave, murió de hambre y de sed.

A veces uno tiene la impresión de que el tiempo se detiene, que todo lo que acontece transcurre como en un sueño, se desliza despacio como una piedra saltando en el agua de un estanque. 
Embobado observé como una piedra surgida de la nada, una chinita pequeña se elevaba en el aire sujetada por una mano invisible.
Tak!, sonó a hueco al golpear la frente del que sujetaba el palo. El chico abrió desmesuradamente los ojos, pálido y sin comprender nada. El terror más absoluto se dibujó en su cara, y era como un espejo donde se debían reflejar las nuestras.
- Gilipolleces. Atronó en mi cabeza.
Corrí como un autómata tropezando con los pies de los otros y los otros con los mios, las gargantas estaban tan secas que nuestra fuga fue una huida muda, sobre nosotros caía ahora una verdadera lluvia de guijarros. No miramos hacia atrás, la puerta de la entrada se adivinaba en el pasillo enmarcada por la fuerte luz del sol.  Tan cerca y tan lejos.
- Yo escuché que le castigaron en su habitación....
Aquella puta habitación, no sabía el porqué, pero sabía que era la habitación que estaba junto a la puerta de la entrada, la que tenía restos de papel pintado con aquellos caballitos tan cursis.
¿Quién no ha tenido la sensación de saber que no se debe mirar a un sitio y no poder evitar hacerlo?.
Lo hice, fueron como mil alfilerazos que se clavaban en las carnes, una mano helada que se posa en el hombro.
Un niño de no más de cinco o seis años, con el pelo oscuro y las cuencas de los ojos vacías. Emitió un graznido, que no era humano y extendió sus delgados brazos hacia nosotros.
- Aaguuaaaa.
Salimos escupidos al exterior, corriendo como nunca lo hemos hecho. Agarramos las bicicletas y pedaleamos como posesos sin decir nada.

A día de hoy seguimos sin hablar de aquel lugar, de lo que pasó aquella tarde de julio, por mi parte mi cabeza había archivado muy profundamente todos aquellos recuerdos. Fue el otro día, sentado y medio adormecido en la fuente del pueblo, cuando se acercaron unos chiquillos que mientras calmaban la sed en los generosos caños soltaron de repente:
- Mañana, entonces.
- Sí mañana iremos todos para allá.
- ¿Por qué pide agua?. Dijo el más rubio de los dos.
- Murió hace muchos años y su alma se quedó allí atrapada, acecha en la casa y pide agua por qué tiene sed.


Azuqueca de Henares. 29 de Mayo de 2012.
Texto: Diego Barquero, sobre algunos recuerdos de aquellos dorados e interminables días de verano.














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