jueves, 2 de agosto de 2012

La increible historia de Hipólito "El hombre pájaro". I





" Dédalo aconsejo a su hijo Icaro que volará a una altura que no fuese ni muy alta, para no acercarse al sol y que se derritiesen las alas, ni muy baja para no ser engullidos por el océano" ( Mito Griego).

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Me había quedado ensimismado, en realidad había perdido la noción del tiempo contemplando como el sol se ponía tras las moles de hormigón en el horizonte.
Un airecillo agradable trajo consigo el olor a tierra mojada y meció suavemente las cortinas del balcón, el suave ir y venir las acunaba y me acariciaban agradablemente la planta de los pies.
No se sí alterado por los aromas de la tormenta pasada, o por las oscuras avecillas que surcaban el cielo buscando refugio, lo cierto es que por mi cabeza comenzaron a recobrar fuerza los antiguos lugares de la infancia y los sucesos olvidados en lo más profundo de mi mente.
Me removí intentando alejar el abrazo del sopor, pero fue en vano, mis manos tantearon sobre las sábanas a la vez que la vejez retrocedía hasta hacerme recordar lejanos países, amores olvidados y la dulzura de la infancia.
         Volvía a ser un crío, correteando por aquí y por allá, la sorpresa del día a día y la aventura sin fin de los veranos en la casa de mi abuelo. Las sonrientes caras de mis compañeros de juegos, y el mágico valle como grandioso escenario de todo ello.
        Un remolino continuo de recuerdos que se hacían casi reales, me producía la sensación de estar vagando por las estrechas y empinadas cuestas del pueblo. 
De repente como sí hubiese echado el ancla, todo se paró, percibí con claridad una serie de detalles ya vividos, y no se el por qué presté atención a aquellos y no a otros. 

           Tendría unos doce años cuando aquel extraño hombre llegó al pueblo.
No se habló de otra cosa durante días, ¿Quién era el extranjero que había comprado la casa del llano?. La frase corría de boca en boca, de la taberna a la iglesia, de la huerta al corral y así sucesivamente y vuelta a empezar. Y es que para las sencillas gentes del valle, el forastero no se lo ponía fácil. Se mostraba huidizo y solitario, y aunque educado y sonriente no se prodigaba mucho por la villa.
- Menos mal que por lo menos es cristiano. Dijo doña Remigios un día al salir de misa.
El hombre agarraba el sombrero pensativo y serio, así escapó de la iglesia y aunque el no se percatará unos cuantos cientos de ojos no le perdieron de vista hasta que dobló la esquina y desapareció por la calle mayor.



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