sábado, 22 de febrero de 2014

La Cautiva.


La Cautiva.
           
           
            Un lugar extraño, así es como definiría Cívica a alguien que no hubiese estado nunca. A un lado de la carretera, como si no quisiese molestar, se encuentra a medio camino de Brihuega al pueblo de Masegoso de Tajuña. La primera vez que visité el lugar fue hace ya unos cuantos años, en una de las excursiones en bici que hacíamos los chicos de Caspueñas. Subir la vega del Ungría, maldecir las cuestas de Valdesaz y disfrutar de la bajada a la villa de Brihuega, el jardín de la Alcarria, para después pedalear por otros once kilómetros hasta llegar al lugar.
¿Qué es Cívica?. Ya lo adelantaba antes, un paraje misterioso cercano al tranquilo rio Tajuña. Un compendio de cuevas y pasadizos horadados en la montaña, escaleras y balaustradas que quedan como vestigios de antiguas edificaciones de un pasado lejano.  Los últimos aportes de la arquitectura del sitio fueron realizados por el cura de un pueblo cercano que cuando podía, y a ratos, fue levantando escalones, acondicionando y limpiando pasadizos, colocando pasamanos en los rincones más peligrosos. ¿El porqué de esa obsesión?. ¿ Quién lo sabe?.
Cívica perteneció a los monjes de San Blas de Villaviciosa (1441), estos se establecieron en el lugar y levantaron un monasterio y una fábrica de papel de cuya existencia apenas podría adivinarse en estas ruinas.
De lo que si queda enredado entre la maleza y el tiempo son los restos de la ermita de Santa Catalina, una fuente de siete caños fechada en 1797 y entre los recuerdos más claros están la cascada que termina muriendo en un pequeño estanque, y las cuevas y pasadizos, una de ellas llamada “cueva de la mora” que ha dado pie e inspirado este breve relato.
El paraje ubicado dentro de un maravilloso entorno natural tiene una atmósfera extraña, un sitio apacible casi bucólico pero en ciertos sitios no creo que nos hubiéramos atrevido a pasar la noche bajo sus entrañas. Tal vez no haya que temer a los fantasmas de antaño y si más a los vivos que pueden llegar a dar más miedo.



-        - ¿Dónde está? – El jinete aterrizó sobre el polvoriento camino -. ¡Os dije que la prisionera a la vista!.
Los otros dos hombres le miraron aun adormecidos y entornando los ojos intentando liberarse del sol del mediodía. El más viejo se había adelantado y se apresuró a sujetar el caballo del recién llegado, con un movimiento hábil lo aseguró al olmo que les había protegido durante la noche.
-        - ¡No temas Fernando la mujer está a buen recaudo!, ayer por la tarde en tu ausencia y sin mucho que hacer encontré una cueva en aquella espesura de allí. No creo que pueda librarse de sus cadenas…
-        - ¿Por qué no le dices todo?.
-       -  ¡Calla viejo o desearás haber muerto en Uclés!.
El soldado que acababa de llegar hizo un movimiento autoritario señalando al cielo limpio.
-        - ¡García envaina el hierro y serena el ánimo!. Están siendo unas jornadas muy duras, todos estamos cansados y lo que menos me apetece es estar aquí en estos parajes olvidados de Dios. Quiero cumplir con Álvar Fáñez y para ello lo que sobran son vuestras ridículas disputas… No quiero perder la poca paciencia que me queda.
El aludido marcó un mohín de desdén pero obedeció, después se peinó las espesas cejas con el pulgar e intentó una sonrisa no muy creíble.
-     -  Fernando todo está bien, solo que ayer la mora se puso revoltosa  – Los ojos del hombre se abrieron de par en par -. La malnacida no agradeció la comida y después de berrear y berrear aprovechó un despiste para golpearme con una roca. No tuve más remedio que ponerla suave y enseñarla como las gasta un soldado cristiano.
El jefe no dijo nada, pareció no afectarle la explicación de su soldado, tenía la cabeza muy lejos de allí, en las nubes, tan lejos como el águila que sobrevolaba la rivera del Tajuña y que parecía vigilarles desde las alturas.
-      - Tuerto, me imagino que no habréis echado nada al estómago desde ayer – El viejo asintió aun cohibido por la mirada de García -. Busca en el hatillo, los hombres del Arzobispo han puesto algo de comida cuando he salido de Brihuega.
El tuerto se giró y revolvió en el saco de tela que colgaba de la silla, después con sonrisa triunfal mostró un pedazo de queso y un mendrugo de pan.
-       -  Bueno esto hará que olvidemos un poco el sabor de las ratas de agua que comimos y cenamos ayer. Dijo García.
-        -  No estaban tan mal.
El viejo tendió sus huesudas manos alargando una parte del queso al otro hombre y con ese gesto la situación pareció relajarse entre ambos. Fernando les observó unos instantes pero como sí mirase más allá, como sí sus dos hombres no existieran. Su rostro sudoroso y manchado no reflejaba emoción alguna, pero sus labios tensos y la arruga que descansaba sobre su nariz hubieran descubierto a un observador atento que una lucha interior se libraba dentro de él. Por otra parte sus hombres estaban más ocupados en terminar el desayuno que en sospechar la tormenta que se desarrollaba en la mente de su capitán.
-       -   ¿Dónde está esa cueva?.
García se limpió los dedos en la camisa añadiendo nuevos trazos a una capa de sudor, polvo y sangre seca. Realizó un movimiento dubitativo para señalar el otro extremo del camino.
-       -  Justo allí, donde están los manantiales, casi pegado al camino hay un pequeño sendero bordeado de zarzales. Me llamó la atención el sitio por que se ven restos de algún que otro muro antiguo.
-       -  Bien por si acaso tú te vienes conmigo, el teatro está bien pero no me fio de vosotros dos solos, así evitamos tentaciones.
El guerrero no se quejó esta vez, sabía que Fernando estaba a punto de perder la paciencia y conocía por lo que se comentaba entre la tropa de Álvar Fáñez que su capitán era terrible e inflexible cuando se le ponía a prueba, y por esta mañana ya estaba bien de tentar a la suerte. Así se quedó Lope Sánchez, más conocido como el tuerto, engullendo las últimas migajas del almuerzo y observando como sus compañeros caminaban hacia el bosquecillo. Enseñó una horrible boca sonriendo como un niño al tiempo que se tentaba la daga oculta en el jubón.
-    -    ¡Una noche de estas me haré un collar con tus orejas, lo juro por Dios que se te acabará la tontería! – Se frotó el hueco vacio de su rostro - . ¡Ya verás niñito García!.
Dos hombres entraron en la cueva. Tan solo Fernando de Burgos salió de ella.
 Cuando el Tuerto que se había apoltronado sobre la hierba verde, vio acercarse solo a su capitán tras un buen rato de espera, al principio no le dio importancia pero según se fue acercando pudo apreciar unas manchas oscuras sobre la cara y sobre el emblema bordado en el pecho del caballero. Sin duda que aquello era sangre, un extraño frío recorrió la espalda del viejo, su mirada comprobó lo lejos que se hallaba de su espada. La mirada de su jefe le confirmó sus temores, algo no iba bien.
Había visto esa expresión hacia cinco días. Los moros habían destrozado el flanco donde se encontraban ellos, el infante Sancho no estaba todavía preparado por mucho que se empeñase su padre, y aquel día en Uclés las huestes de Yusuf iban a demostrarlo. Lope escapó de la muerte por cuestión de azar, no era su momento. Recordaba los gritos y el miedo, la angustia de la derrota y la huida del ejército cristiano incapaz de detener la maniobra envolvente que le cogió por sorpresa. La masa de hombres y caballos moviéndose al unísono, chocando con estrepito, luchando en una danza de muerte con un infortunado final. Tuvo suerte de seguir a Don Fernando y acertaron al juntarse con lo que quedaba de los efectivos de Álvar Fáñez y sumarse en su huida, si hubiesen continuado en su posición hubieran muerto aquella jornada defendiendo al hijo de Alfonso VI, en vano. Y el honor de poco le valía a un muerto.
El tiempo se detuvo, en aquel instante todo quedo suspendido, el trasiego de las aguas y a la algarabía de las aves en la foresta. Los dos soldados se miraron, uno con la mirada turbia y ausente, el otro asustado y comprendiendo que su vida pendía de un hilo. Fernando sostenía la espada en dirección al tuerto que tumbado lejos de sus pertenencias miraba desesperado en busca de su arma para defenderse. Pero era tarde y la punta del acero de su capitán le lamió la garganta arrancando un suspiro e invocando a su terror interior.
-         - Estabas medio adormilado otra vez, ¿es así como montas guardia?.
El hombre se movió inquieto bajo sus ropajes, notó el frío de la daga en su escondite y se preguntó si tendría la oportunidad de usarla.
-         - ¿Dónde, donde está el chico …?. Acertó a decir bajo la amenaza pegada al cuello.
-        -  ¡Vaya ahora le llamas chico!. Tiene gracia, hace unos minutos le hubieras gritado cerdo a la cara y le hubieras rajado sin compasión utilizando ese cuchillo que guardas bajo la manga.
El tuerto enrojeció avergonzado, bajó los ojos hacia la mullida pradera y resignado afrontó lo que el destino le deparase. Su voz tomó algo de firmeza.
-        -  Pero no entiendo nada…
-        -  Bien, recuerdas lo que os ordené ayer antes de partir a Brihuega.
-        -  Bueno… Pues que cuidásemos de la chica y que a ser posible la mantuviésemos oculta de cualquier extraño o curioso que se pudiese acercar.
-     - Muy bien, la segunda parte la habéis cumplido a la perfección. En esa gruta no la hubiera encontrado nadie, ni siquiera es visible desde el camino pues el matorral del lugar la oculta perfectamente – Fernando tomó aire sonrió tristemente y prosiguió -. Pero de qué sirve sí la prisionera, la mujer que os mandé custodiar está muerta.
-    -  ¡Muerta!. Repitió el soldado que yacía a sus pies. El color del rostro se tornó ceniciento y un ligero temblor se apoderó de él.
-         - ¡Habéis fallado!, ¡todo está perdido!.
-        -  ¡Piedad Don Fernando!.
-    - No, no la tendré. No eres consciente de lo que supone la muerte de esa mujer. La princesa Zaida era la favorita del menor de los Yusuf, Álvar Fáñez pretendía negociar con los Almorávides una tregua utilizándola para ganar tiempo. Y ahora…
-         - Misericordia Don Fernando. Lloriqueó el tuerto gimoteando a moco tendido.
-      -  Mi viejo amigo, corren malos tiempos. En Brihuega me confirmaron los rumores que no habíamos querido creer. El infante Sancho murió en Uclés, cayeron tantos valientes: García Ordoñez, Diego y Lope Sánchez, Fernando Díaz, Martín Flainez, Gómez Martínez… Para nada, en vano. Ahora no me pidas eso viejo, pide perdón a Dios pues es el único que podrá redimirnos de nuestros pecados.
Un golpe maestro, con un giro rápido segó la vida de su hombre y le mandó a hacer compañía a su camarada García, cuyo cuerpo yacía unos metros más abajo de la entrada de la gruta de la mora.
Don Fernando se santiguó para a continuación desenganchar su montura a la que todavía no le habían desprovisto de sus pertrechos. Pensó por un instante en todo lo que había pasado en los últimos días, no solo lo que había vivido en sus propias carnes si no lo que le contaron en la fortaleza de Brihuega. La matanza de los condes tratando de proteger la vida del hijo del rey, la orgía de sangre tras el final de la contienda que acabó en una horripilante pirámide de cabezas cristianas coronando el campo de batalla. La humillante huida y el miedo que se olía en Toledo y en cada una de las ciudades de la marca fronteriza. La joven muerta, sonriendo como una muñeca rota en la oscuridad de la cueva, aquel imbécil la había dejado tan suave que la había acabado asesinando.
Se veía tentado con la idea de desaparecer, huir hacia Navarra o a Asturias y refugiarse de todo y de todos. Después recordó las enseñanzas de su padre, lo que una y otra vez le había sermoneado aquel terco leonés.
-        -  ¡Hijo aunque nuestro apellido no sea tan ilustre como el de otros, llévalo siempre con honor!. ¡Da siempre la cara, el deshonor y la infamia son la muerte en vida!.
El caballero subió a su caballo, una vez acomodado sacó un pañuelo bordado de la túnica que cubría su cota de mallas. Se limpió con parsimonia el rostro eliminando la máscara de porquería que se le había adherido durante la mañana. Después con tranquilidad espoleó al animal desapareciendo de Cívica y dejando tras de sí los vestigios de un secuestro que no tuvo un buen fin.
En el horizonte de aquel día de Junio se adivinaba tormenta, y en su futuro, pues no sabía si el rey y Álvar Fáñez tendrían la misericordia que él no había tenido con aquellos que le habían fallado.
 El cuerpo de Zaida no fue encontrado hasta después de unos años, un amasijo de huesos y telas finas, el macabro hallazgo afectó de tal manera al chiquillo que lo descubrió, que según cuentan, pasó en cama durante un mes entero aquejado de fiebres y pesadillas. 
El muchacho se despertaba sobresaltado y señalaba atemorizado hacia la puerta repitiendo una y otra vez:
- ¡La mora madre, que viene la mora!.
Los reyes cambiaron, las guerras fueron las mismas y las gentes de aquellos lugares siguieron con su vida sufriendo las idas y venidas del hambre, las injusticias, las enfermedades y los desmanes de sus gobernantes.
Notas
1.      Batalla de Uclés (Cuenca). 29 de Mayo de 1108. Los almorávides vencen a las tropas del rey Alfonso VI. Se enfrenta una coalición de los reinos de Taifas de Granada, Córdoba, Sevilla, Málaga y Badajoz comandados por las tropas almorávides bajo la dirección de Tamin Ibn Yusuf. Después de la batalla donde murieron el infante de Castilla Sancho Alfonsez y su tutor el Conde García Ordoñez, caerían otras ciudades como Ocaña, Huete y Cuenca, posteriormente volvería Zaragoza a caer en manos musulmanas,  viéndose amenazadas durante muchos años Toledo y Guadalajara.
2.      El rey Alfonso VI de Castilla es el que conocemos todos por el mito del Cid, la verdad es que es un personaje que por sí solo daría para una película, solo con echar un vistazo a su biografía se ve que vivió una vida intensa y ajetreada. Moriría un año después de Uclés (1109).
3.      Álvar Fáñez uno de los capitanes más famosos que servían bajo la bandera de Alfonso VI, considerado como hermano por el Cid, o al menos así lo recoge el Cantar de gesta. Entre sus hazañas están la toma de Guadalajara a los moros, y su participación en la reconquista de Toledo y Cuenca. Tras la derrota de Uclés sería el encargado de defender Toledo del avance Almorávide. Moriría en Segovia defendiendo en 1114 la causa de Urraca I hija de Alfonso VI.
           
           
Texto: Diego Barquero Blas.
Azuqueca de Henares 22 de Febrero de 2014.